La historia trata de un director de cine, al que se va a homenajear con la remasterización de una de sus películas fundamentales, que intenta hacer las paces con el actor principal de esa obra, con el que no se habla desde décadas atrás, en una especie de movimiento publicitario que el propio actor, venido a menos, aprovecha en su beneficio. El paso del tiempo ha dejado secuelas, entre ellas un dolor insoportable, que mitigará gracias a la heroína, en su momento, fuente de conflicto con este actor, y ahora nexo de unión temporal entre ambos. Mientras camina, en lo que él mismo parece sentir que es el final de su historia, rememora sus personas significativas, sus experiencias vitales importantes, y echa de menos todo aquello que él mismo se encargó de alejar, porque en realidad no siente que lo merezca.
Y entendemos su propio dolor, el de ese hijo al que su madre, en su preocupación por hacerlo prosperar, jamás dio una palabra que no estuviera relacionada con la insatisfacción que le producía como hijo. Y ahí descubre su homosexualidad, y ahí huye, y ahí conforma la película de su vida, que observamos en forma de flashbacks y que él mismo reconoce como fuga ante la imposibilidad de cumplir la tarea familiar que su madre considera que se le ha marcado, por más que él no la tenga clara nunca y tenga que ver con la insatisfacción crónica de esta.
Mantengo que Almodóvar gana mucho cuando deja de intentar ser trascendente y se pone a contar historias, y esta película es firme prueba de ello. Más centrado en relatar una reinvención de su propia vida que en homenajear su cine, las frases grandilocuentes y el tono didáctico prácticamente desaparecen, agradeciéndose que se centre en lo que ocurre, en lo que cada personaje siente, y en lo que dice desde la emoción, por más brutal que sea.
Al final no deja de ser un melodrama, y entre el género y el autor, son señas de la casa las imposturas, pero en este caso no me molestan. Estéticamente bellísima, sin rellenos en medio, consecuente con lo que quiere contar, Almodóvar consigue ser más Almodóvar de lo que ha sido en las últimas décadas, precisamente olvidándose de intentar serlo.
Y por si fuera poco, los actores. Antonio Banderas, al que siempre pongo en duda el talento, está sublime en su personificación del propio Pedro, imitando algunos de sus manierismos y entonación, pero sin llegar a la pantomima. Asier Etxeandía hace lo que puede (que es mucho) con el personaje, probablemente, más flojo, estereotipado y prescindible de todo el relato, y el resto de actores cumplen a la perfección. Pero quien me deja cada vez más boquiabierto es Penélope. Cómo está Penélope.
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